viernes, 20 de noviembre de 2020

Presentación de La Universidad sin atributos de raúl rodríguez freire

 

Presentación

La universidad sin atributos

Santiago de Chile, ediciones Macul, 2020.

Autor: raúl rodríguez freire

15 de octubre de 2020

 

*Karen Glavic

 

«Los atributos de la universidad han sido subsumidos bajo la lógica equivalencial del capital y la publicidad que diluye cualquier singularidad bajo una cifra, operando con criterios, si no completa, por lo menos mayormente alejados del saber» (p.24). Así describe al inicio, entre muchas otras posibilidades, el título que raúl rodríguez freire ha entregado, o tal vez ha encontrado (par)a este volumen. Varios ensayos se concentran en pensar la universidad, no solo la actual, también la moderna y su crisis. En ello aprovecha de remarcar que es necesario evitar el “narcisismo de actualidad” y que, si bien, cada tiempo tiene sus particularidades hemos de evadir quedar fijados en el presente si queremos vislumbrar posibilidades de transformación.

 

Cada ensayo del libro, cada capítulo, termina con un fragmento de El Hombre sin atributos de Robert Musil, allí se trenzan sus apartados, pero en cierto lugar, allí mismo son señalados y mostrados en su particularidad. El ejercicio tiene una singular belleza: no solo se trata de que la literatura tenga un lugar (objetivo central del libro, por lo demás), sino que se trata de dejarla hablar, de permitirnos imaginar, porque es la imaginación -y no otra cosa- aquello que nos permitirá pensar formas de vida alternativa que devuelvan a la universidad, los intelectuales y a las humanidades un lugar que no coincida tan solo con la vanidad, la autopromoción, la prisa y las exigencias del mercado.

 

¿Para quién escribimos?, se pregunta rodríguez freire en el título de uno de los ensayos aquí reunidos. ¿Para quién y cómo escribimos? «Escribimos para uno mismo, por uno mismo, pues es nuestro ego el que primero aflora en el juego de las vanidades académicas y no académicas y por ello no podemos permitirle que nos domine» (p.45). La pregunta me resulta inquietante y también su respuesta. No creo que sea la única respuesta que el libro quiere dar, pero inquieta que efectivamente escribamos para nosotros mismos. De eso se trata hoy la exigencia escritural de la universidad neoliberal, la producción académica –y no necesariamente intelectual, salvemos esa distinción– a la que obligan los sistemas de acreditación. Voy a detenerme en el para quién rodeando algunas ideas que el autor propone, y otras que me gustaría acompañaran y se trenzaran también en esta reflexión.

 

«Los intelectuales siempre creen que se merecen algo más». La mano, los dedos de rodríguez freire no son complacientes. «Reducidos a la condición de mascotas, los intelectuales revolucionarios de hoy dejaron de ser soñadores que piensan, pensadores que sueñan. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque ya son incapaces de imaginar algo más que la fama que anhelan y que los carcome» (22). Le agradezco que haya dicho mascotas y no animales, hay por cierto allí una sutileza, sobre todo para quienes nos sentamos a diario a leer entre gatos, o para todos al final, pues esta reflexión sabe que para imaginar cualquier futuro posible, es necesario un mundo vivible. Pero es cierto: fama, vanidad, narcisismo, reconocimientos efímeros, likes en redes sociales, alguna foto con un filtro que adorna, o con libros sin leer puestos allí al azar, una pelea poco importante (y por suerte rápidamente olvidable) por Facebook o Twitter. Es difícil no verme, no vernos allí y eso hace de esta lectura un tránsito a ratos, sin anestesia. ¿Para quién escribo?, me pregunto yo ahora.

 

En Chile, nos previene el autor, la emergencia de la universidad se dio en paralelo al debate sobre el latín, esa lengua que servía para la erudición y no para la ciencia, o eso afirmaban los primeros “técnicos del pensar”. Hacia 1845 también existían los incentivos pecuniarios para paliar los bajos ingresos de los profesores, en la medida en que publicaran o tradujeran textos para utilizar en clase. Un incentivo, esos que hoy también logran amortiguar la estructura managerial de la práctica académica. No se trata de actualidad, ya lo decíamos. La precarización, la prisa, el paper como forma de escritura, los profesores taxis, comparten células de la era geológica anterior. Prisa, rendimiento y productividad se traducen en agotamiento, en vivir constantemente demandados para mantenerse “dentro” de la academia, aun cuando ese dentro sea más bien una aspiración o un trabajo por horas. Escribir para otros y, sobre todo, creo, con otros es un doble desafío. Y en esto no pienso simplemente en llenar de más autores el renglón que sigue al título del paper. Pensar con otros, con otras, con otres, con esos que se «desean transformar el mundo» (46), aquellos a quienes les confiamos la inseguridad de lo que escribimos, plantea el autor, y donde solo el ensayo y su forma son la forma para la falta de garantías de todo pensamiento. Agregaría yo, que ese con otres puede modularse en los límites de la universidad, en los extramuros, esa palabra que Nelly Richard ha repetido al reflexionar sobre este y otros espacios que necesiten del ejercicio de la crítica.

 

La crítica no ha logrado armar comunidades discursivas de debate ni proponer una ética de la discusión, plantea el autor siguiendo a Derrida. No se ha vuelto tampoco un colectivo beligerante y ha seguido el derrotero que el neoliberalismo le ha marcado: la fragmentación radical (43). Hay poco espacio para el debate o el disenso, o las diferencias políticas se traducen algo tanáticamente en envidias y competencias, que no asumen la necesidad de debatir las diferencias. Es cierto que la subjetivación neoliberal nos entrampa, que la falta de tiempo, espacios y la competencia por pocos y precarios espacios nos van reduciendo a una sensación de insatisfacción y no-reconocimiento que socava la posibilidad del lazo, de construir colectivos. Pero es cierto también que hemos abierto espacios para la imaginación, para hacer estallar nuestro lugar de sujetos precarizados y juntarnos con otros sujetos precarizados en la calle, en la asamblea. La universidad y la filosofía conservan todavía un aura, sugiere uno de los pasajes del libro, un aura que a veces nos hace ser vistos como personas ricas y poderosas por producir tanto. La sorpresa suele ser mayúscula y expresa algo de cinismo también, cuando recordamos la poca gloria de la universidad actual y la escueta cifra de nuestros honorarios. Quizás para ser esas comunidades críticas y beligerantes (o no), es necesario que asumamos que a nosotros también nos deben una vida –como decía un rayado que vi cerca del barrio de las universidades acá en Ñuñoa–, y que escribir para otros y con otros es dejar de reproducir el modo de hacer teoría en que los afectos quedan suspendidos, en que el cuerpo situado queda suspendido.

 

Sara Ahmed en Vivir una vida feminista propone una forma de pensar la teoría feminista que la saque de los supuestos lugares exclusivos en donde se produce teoría. Que lleve la teoría a casa, pero la casa es un entramado más complejo que simplemente comprender la casa como sinónimo de “lo privado”. Su objeto no es la universidad, aunque sí lo es su experiencia en ella, pero eso no es lo más importante, al menos aquí. Ahmed propone derechamente que no debiéramos hacer teoría feminista sin ser feministas, y de otro lado también, que vivir una vida feminista es llevar la teoría a la propia vida. Dicen que el feminismo es exigente en términos éticos, vitales, y es cierto. Seguramente habrá quienes dirán que para escribir un paper sobre feminismo no es necesario ser feminista, o que son un poco feministas, o que lo importante es lo que allí dice. Pero la pregunta de fondo que esta invitación supone es: «¿cómo desmantelamos el mundo que se ha construido para acomodar solo a algunos cuerpos?» (30), y por supuesto allí piensa en el machismo como uno de esos sistemas de comodidad. Como sabemos, es posible ser un sujeto precarizado y explotar algún sistema de comodidad, por lo que la pregunta podría dirigirse en dirección de interrogar “nuestra aura” de académicos, y el narcisismo que sugiere esa sensación de creer que nos deben, pero no una vida como a los cuerpos de la revuelta, sino que nos deben reconocimiento, status y un puesto asegurado en la universidad.

 

Ahmed describe el trabajo académico como una política de citas. Una política de citas que es restrictiva, masculina, heterocentrada, en donde el hombre blanco es una institución. Cuando leí La universidad sin atributos rápidamente pensé en esta definición de la política de citas, en tanto supone una crítica a la validación o a la rigurosidad académica que presumen, pero también porque me parece un modo sugerente de pensar el trabajo académico. La política de la cita en Ahmed no se trata de perder el detallado quehacer que el trabajo intelectual supone, se trata de hacer de ellas el reconocimiento de una deuda con otras que nos precedieron, que nos dieron los materiales para construir y reflexionar alianzas e ideas feministas. Los textos puede ser una compañía en el mismo modo en que para Haraway las especies son una compañía, un texto de compañía es ese al que vuelves siempre, el que te mostró una mirada reveladora sobre el mundo, el que te dijo que eras feminista. Un texto de compañía está escrito para otres, porque está escrito con otres, ya que reconozco en el cuerpo de la escritura que me acompaña un hilo sin el cual no podría escribir lo que ahora escribo. Es cierto que puede ser esta una propuesta exigente, pero creo que debemos imaginar formas de vida alternativas y posibles, que impliquen resistir y considerar las fisuras del capital, como propone raúl rodríguez freire en su libro. Para mí esto me lo ha dado el feminismo.

 

Una política de citas es escoger un corpus de autores. Es también ajustar tu texto para que hablen allí cuerpos silenciados, y que hablen no es necesariamente “hacerlos hablar”. Pueden ser textos de filosofía, literatura, puede ser el cine. Una política de citas es una posibilidad, entre otras, para recomponer la crítica. Puede ser preferir el ensayo y las revistas y las editoriales independientes, es una posición a contrapelo, una resistencia. Puede ser abrir bien grandes los ojos como el niño raúl rodríguez freire que miraba los carteles “gigantescos” y ensayaba combinaciones de palabras, tomado de la mano de su abuela o su mamá, pues así aprendía a leer y también imaginaba palabras, sonidos e imágenes. Detengámonos en esa mano, pensemos qué escribe y con quienes, qué sostiene y qué modela. Las manos son relevantes para la ficción, propone La universidad sin atributos, y allí radica una de sus declaraciones: sin literatura no hay porvenir para la especie humana. Agrego o pienso: el hilo del cuerpo en la escritura es también, por cierto, dedos, manos.

 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Presentación Hora cero de la democracia en Chile. Fotografías de inicios de los ‘90

 

Presentación

Hora cero de la democracia en Chile

Fotografías de inicios de los ‘90

Autoras: Kena Lorenzini y Cynthia Shuffer

30 de noviembre 2018 – Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. De la presentación participaron también Fanny Pollarolo y Beatriz Sánchez.


*Karen Glavic

 



Lo primero que salta a la vista en la Hora Cero de la democracia de Kena Lorenzini y Cynthia Shuffer es la coincidencia de ésta con el uniforme militar. Basta abrir el libro, verlo en diagonal, para que las capas, armas y la imagen del dictador Pinochet retengan el foco, la mirada. O es que tal vez conmociona la insistencia, la literalidad del arranque de la hora cero. Estas imágenes son sin atajos.

Es problemático llamarla Hora Cero, plantea Cynthia. Y con ello remite al problema del origen o, más bien, a lo paradójico de signar un origen espurio sobre el significante democracia. Tal vez, y aprovechando el foco sustraído por los uniformes militares, la pregunta podría apuntar a qué democracia pensamos, deseamos. No por nada hay quienes la han preferido con apellidos, con nombres en com-posición que puedan darle profundidad, radicalidad o agonismo, por solo sobrevolar nociones. “Democracia protegida” la llamamos durante un tiempo; democracia en Chile es un signo polifónico y una pregunta abierta para el presente de la organización de la política y los movimientos sociales. Pero nos movemos en los límites de la democracia liberal que ha sitiado el profundo laboratorio del neoliberalismo en Chile, y eso es seguramente la base de nuestra disconformidad.

A 28 años de la “hora cero” el estupor, la rabia, la “patada en los ovarios” que refiere Kena Lorenzini al recordar el tiempo en que su cámara hizo un tiempo sobre las imágenes del dictador impune en los escenarios de la república, son un largo trago amargo de costumbre. Una respiración contenida, una ojeada retrospectiva sobre nuestra democracia y sus límites. Límites corridos con nuevos actores, con nuevas escenas, con la posibilidad de correr fronteras. Es innegable que el significante Pinochet ha sido desafiado, que el “y va a caer la educación de Pinochet” en las marchas estudiantiles del 2011, es la puesta en palabras de un contenido latente, de imágenes latentes.

El libro recoge una particular preocupación por el diálogo y lo comunitario, por imágenes que -en una referencia rápida a Didi Huberman, autor trabajado en el texto - figuran un pueblo. Y es que el uniforme militar señala un marco, pero no lo clausura. La composición, textos y montaje del foto libro expone, habla claro y directo. De esto se trató aquello que se ha llamado “la vuelta a la democracia”. Quizás ese título es más injusto que “hora cero”, pues de aquello que había antes del golpe de estado de 1973, el trazo de la comunidad que construyó el pueblo que fue duramente reprimido, de esa democracia sí que perdimos el rastro. Chile perdió el rastro, el mundo perdió el rastro, pues lo reconstruido después de la derrota fueron significados nuevos para la palabra democracia

Al leer el relato experiencial de Kena Lorenzini abraza una profunda emoción. Y es que el rol de los fotógrafos y fotógrafas de trinchera, los militantes de la imagen, es un aporte invaluable para el archivo de la lucha y la resistencia. La obstinada valentía, el sentimiento de urgencia y el llamado comprometido a registrar lo imposible de olvidar, hace que este libro sea un nuevo aporte al archivo de la imagen en negativo de la historia oficial.

Decía que el libro propone un diálogo, se instala allí. Toma resguardos, pasa avisos, nos sugiere que en la entrada del diálogo hay lugar para los equívocos, para los pensamientos en voz alta, para las imágenes obturadas en el calor de la urgencia del momento y del formato análogo. No son necesarias las disculpas. La secuencia de fotos sobre un Pinochet cómodo en la silla del Congreso es precisamente la conmoción que no debe abandonarnos.

La llegada de Patricio Aylwin al gobierno marca un momento, un hito. No hay duda. Hemos insistido como consigna y convicción en las continuidades de la dictadura, pero también es cierto que una nueva imagen toma la posta. Sabemos que el mundo se mueve a través de imágenes. Por eso es importante señalarlo y plasmarlo, darle relato y lugar a 28 o 29 años. Los noventa suelen ser los amigos no gratos, la época de la profundización del modelo, de su instalación definitiva, de la desarticulación de los movimientos sociales en políticas de estado subsidiario y la alcaldización de la política. Una resocialización del pueblo de la que las autoras, por cierto, tienen noticia; un tema que ha sido estudiado y analizado ampliamente por profesionales y militantes de la historia, la sociología y la política en Chile. Los noventa son los convidados de piedra, el reflejo de la indiferencia, la exacerbación del consumo. Pero también son otras imágenes. Son las contradicciones de la recién instalada democracia de los acuerdos, la resistencia a ella, la lucha contra sus figuras totémicas. Son los Lautaro y los Frente Autónomo, son los Palma Salamanca enfrentando esa democracia que no queríamos y luego escapando en helicóptero. Los noventa acechan, aparecen como esas imágenes que el inconsciente reprime, pero sabemos que lo reprimido insiste. No hay vuelta.

También hay quienes defienden los noventa. Que insisten que la democracia liberal siempre es mejor que el reguero de muerte que el autoritarismo impone. Y es para ese chaleco de fuerza que son necesarias otras imágenes, un contra-archivo, como proponen las autoras, que no cerque los espacios para la imaginación política. Que no remita la muerte solo a la dictadura. 

 


Me parece que tenemos que hablar de los noventa. Aunque tal vez hablo desde la falta propia. Tiendo a creer que nuestro inconsciente óptico se mueve entre las imágenes-señuelo del caos de la Unidad Popular, la violencia de la dictadura y los triunfos de la democracia para el consumo. Las batallas políticas y estéticas de los noventa y dosmiles han estado profundamente marcadas por la derrota. Por el sublime sentimiento de la catástrofe, por la palabra robada, por lo innombrable. Las fotos de Kena Lorenzini y los textos de Cynthia Shuffer son materiales para la palabra, para la puesta en circulación de otro en-común. Este es uno de los principales valores del texto. Digo uno de los principales valores porque rescato otros varios. Rescato el diálogo intergeneraciones que, si bien, no es explícito, es materia sabida conociendo a las autoras y reconociendo el lugar que cumplen en el montaje del foto libro. No se trata de que una transmita a otra, o no en el sentido clásico de quien vivió una experiencia y le enseña a quien no, dialogan en dos voces que solo cada una de ellas puede tomar: la de quien fotografió el momento que vivió y militó, y la de quien comprometida, y diré también amorosamente, se dispone a la tarea de ordenar y dar lugar a aquellos fragmentos y negativos de lo reprimido. De lo guardado. No es un orden para la clasificación y la clausura de sentido, es una puesta en circulación desde unos ojos y un cuerpo, que observan y se hacen de materiales que solo pueden emerger desde este lugar situado, desde un presente que mira hacia delante y hacia el pasado.

Antes hablaba de la importancia de las imágenes en secuencia. De la composición de fotos con encuadres que no siempre rescataríamos como las fotos oficiales de un momento. Un zapato, un medio cuerpo, una mueca, unos ojos cerrados. El nuevo presidente y el antiguo dictador sorprendidos en el instante que la historia no siempre recuerda, pero que marca las horas de nuestro cotidiano. Un joven Andrés Chadwick pasea por La Moneda, una Evelyn Matthei es retratada de perfil. Ambas figuras de la dictadura, ambas figuras de nuestra actual derecha con importantes cargos públicos son parte del inventario y del álbum fotográfico de nuestra democracia. De esta que nos disgusta en su hora cero y en su repetición. No hay sorpresa en la aparición de los personajes. Como máximo hay un enfoque y un desenfoque, una desaparición o borradura momentánea, que en la próxima imagen del libro nos recuerda que a la “hora cero” le dieron el puntapié inicial los mismos que hoy hacen tiempo en el segundo tiempo. Me pregunto igual, ¿es este el segundo tiempo del partido?

Es cierto, son los militares y las figuras políticas del pinochetismo las que impactan en el libro. Las que lo recorren con insistencia. Pero también lo son las figuras de la transición. Sus ideólogos, los políticos de los acuerdos que en medio de los uniformes aparecen capturados en una pose compungida o distraída. Los Correa y los Zaldívar se cuelan en medio de la coreografía de la construcción democrática, aunque las imágenes del libro no insistan, habitan su imagen-tiempo con soltura.

Las autoras, decíamos, apuestan por un proponer en colectivo. Y en eso recuperan también las imágenes de un pueblo. De un pueblo que protesta por la impunidad que se asoma y se instala, y que también llora a los ideólogos del modelo. La imagen como la política es un campo en disputa. Y esta es la razón por la que la democracia que soñamos e imaginamos es un haciendo y un por-venir. El registro y el relato del funeral de Jaime Guzmán nos recuerda a ese gran porcentaje de Chile que no solo avala la dictadura, sino que también es beneficiaria directa o indirecta de sus efectos que, al menos, en lo simbólico, han instalado un goce en el consumo, en la movilidad social y el crecimiento, que no terminan de instalar como sentido común la necesidad de la lucha por los derechos sociales, menos decir la confianza o necesidad de la participación política.

Habitamos un mundo que circula y se construye en imágenes, hoy por hoy es difícil anudar una política por fuera de esta evidencia. La pregunta es siempre, entonces, qué hacemos con ellas, y sobre que marco, sobre qué régimen de visibilidad montamos nuestros archivos. Es cierto, no se trata tanto de remarcar la hora cero de esta democracia porque no hay nostalgia por este ni por otro origen. Todas aquellas imágenes que anhelamos, las de lucha y resistencia, las de un pueblo, son también materia de un contra-archivo, no para negarlas, no para mirarlas con la desazón y el reojo que durante años imprimió la derrota, sino que para imaginar un en-común que pueda imaginar otros horizontes posibles.

Presentación de La Universidad sin atributos de raúl rodríguez freire

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